Pdf. de "El husmo"
Para
la contraportada de esta obra, uno de cuyos desarrollos fundamentales
procede de un estudio de historia oral sobre la lucha de los maquis
antifranquistas en el Rincón de Ademuz, se ha elegido el siguiente
texto:
Husmo. (De
husmar.)
m. Olor que despiden de sí cosas como la carne, el tocino, el
carnero, la perdiz, etc., que ya empiezan a pasarse.
(Diccionario
de la Real Academia)
Probablemente,
existe en el horror un lado fatal, a un tiempo irrevocable e
ilegible, que nada tiene que ver con el mundo y la historia de los
hombres, un lado anegado en el misterio, en una oscuridad que ni
siquiera llega a ser densa (una oscuridad plana, lisa, acerada,
irreducible al color e inmune al tacto como la pesadilla de nuestra
muerte); y un lado puramente humano, en el que se refleja el monstruo
que alimentamos en sociedad –la bestia que somos ante el otro, y
que nos devora como nos devora el otro-, todo el mal del que nos
tememos capaces, la Desgracia que quisiéramos contemplar
o, al menos, describir, aferrar con el garfio de las palabras.
Fragmentos
de El
husmo. Los filos reseguidos del dolor
Parágrafos
finales:
6)
Rescoldo
del coraje
En
medio de un cierto abatimiento, sin fuerzas para perder las horas
diseñando la arquitectura de una novela corta, de una historia
convencional, bien trabada en torno a algún asunto, decido incluir
sin más pretexto el relato de “El maquis” y abandonar este
trabajo en su actual estado de inacabamiento, en la fase del taller.
Incluso así, y a pesar de su esqueleto quebrado, ya da vueltas,
sobrado de sentido y de inquietudes, en torno a un punto mayúsculo.
O el husmo o el enigma de las luchas. La historia de Basiliso habla
también de mi lucha, de la lucha de El Enlace, de la de Edgardo El
Exiliado, de la de Juan y la de Cándido. Sabe, ese cuento, del
“sopor de no hacer nada”: de la pasividad y de su husmo.
Rescoldo
del coraje I: El
maquis
Me
cuenta este anciano que al padre de Basiliso todavía se le recuerda
en La Pesquera por lo mucho que sabía de su oficio: “Nació
un burro sin culo, y él se lo hizo”. Basiliso, más tarde apodado
El Manco, se ganó también desde crío el respeto de sus convecinos:
“a trabajar, nadie le ganaba”. “En los bancales siempre les
sacaba a todos, en cualquier cosa que hiciera, más de una hilera de
ventaja”.
Creció y se labró un cuerpo membrudo. “Como era buen
mozo, las mujeres lo festejaban a todas horas”. “Después se casó
por lo legal, y quiso montar una taberna con las pocas perras que le
había arrancado a la tierra”. Toda la muchachería le ayudó, pues
parecía impulsarle un incontenible viento del pueblo. Era como si la
aldea se regalara a sí misma una cantina en la que enjuagarse el
sudor de cada día y ahogar sus penas de siglos. Un remolino de mozos
y mozas convirtió, en muy pocas semanas, la cambra de su padre, el
médico de cabecera, en un sencillo garito de labradores. El viejo
que me relata esta historia participó en los trabajos y amenizó la
inauguración del local con su guitarra y su cante. “A la postre
aún iba los sábados por la noche a entretenerle a la parroquia”.
Como
casi todos los campesinos de la zona, El Manco quería la tierra para
el que la trabaja. Como algunos de ellos, los más audaces y los más
leídos, se decía de la CNT. Cuando, brincando el año 36, estos y aquellos, los que encarnaban las ideas y los que
representaban el número, pudieron por fin tocar la carne de su Sueño
y el país se vistió de paraíso como una niña de novia, Basiliso
figuró al frente de la Colectividad de La Pesquera.
Lo
mismo que el cura y el cabo de la Guardia Civil, tembló de
pánico el terrateniente local. Pero El Manco era más
amigo de la vida que de las ideas,
y su sed de venganza no se calmaba tanto con sangre y luto como con
sudor y penitencia. Por eso, cuando las ruidosas camionetas de los
milicianos exaltados, orladas de banderas rojinegras, irrumpían en
la plaza del pueblo y los camaradas de hierro le preguntaban, con ese
extraño aire de rutina enfebrecida, “¿quién sobra aquí?”, él
respondía, henchido de firmeza y de coraje: “¡Aquí no sobra nadie.
Falta pan y faltan brazos, compañeros!”.
Salvó
así de la muerte al terceto de la crueldad destronada, pero no lo
libró del trabajo. La Pesquera, asombrada y divertida, pudo ver
cómo el cacique, su párroco y su perro de presa conocían por
primera vez la fatiga de los pobres y caían rendidos, como alazanes
reventados, al declinar lentísima la tarde. Era esa sin duda la
mejor bandera que podía enarbolar Basiliso, el mejor resumen de su
pensamiento, sumario pero preciso. Y, aún así, agradeció el
terceto al campesino, manco más tarde y también bandolero, que lo
hubiera salvado del paredón o el paseíllo.
Como
se podría anotar, con el estilo arrobado de aquellos días, “se
tiñeron los campos de rojo, de rojo justicia y de rojo igualdad. Un
sol distinto y obrero, risa de los cielos repartidos, casi
conquistados, bañaba de luz virginal las tierras de todos y de
nadie”. Pero no pudo durar el sueño. Pronto fue un cadáver lo que
tocaron los dedos campesinos. La niña vestida de novia fue abatida
por la espalda, y se encharcó en sangre su blanquísimo atavío.
Cayó la noche eterna sobre el Paraíso. Y regresaron los soles de
antaño, gozo del señor y azote del labriego. El rojo igualdad se
trocó rojo ira y se entristecieron para siempre los cielos, de nuevo
fugados de la tierra.
El
Manco no huyó. Debió pensar que tampoco ahora sobraba nadie. Que
faltaba pan y faltaban brazos. Pero ya no tenía compañeros. Los
camaradas ululantes que desembarcaban en la plaza, entre un aterrador
ondear de banderas impuestas, y rojas y gualdas, eran otros, de
aspecto más sombrío, mirada torva de despecho y corazón de
alambrada. El cabo y el cura no salían a su paso con la
resplandeciente energía del campesino... Sin firmeza y sin coraje,
saboreando aún una especie pérfida de temor que les hacía sonreír
como sonríe un moribundo, daban nombres y daban señas.
Mas no
hablaron de Basiliso. El Manco se encerró en su casa como la
libertad en el pasado. Lo encubrió el sacerdote que, como una espada
de Dios y para el bien de la Patria, había delatado a los más
audaces y a los más leídos. Y nada dijo, por aquel entonces, el amo
restablecido de las tierras y de los hombres. Como la voz de sus
dueños, el guardia civil mantuvo el secreto.
La
tríada de la crueldad restituida no obró así movida por un
sentimiento de compasión y gratitud hacia el anarquista caído de su
cielo; en lugar de salvarle la vida, prolongaba su agonía y lo
torturaba con la infamia de aceptar un auxilio de tan nefando origen.
“Si vives, vives gracias a la inmundicia que dices que somos, al
desecho de humanidad que no enviaste a la muerte para no ensuciarte
las manos y que ahora te ensucia hasta el corazón, te ensucia hasta
el recuerdo que dejarás en las familias de esos otros que no están
teniendo tu suerte...”. Sabiéndose protegido por las fuerzas del
horror y de la mezquindad, como un Fausto débil que no vende su alma
pero se la deja robar, El Manco sufrió su trato de favor como la más
sutil de las vejaciones. Y si no se entregó, fue porque era más
amigo de su vida que de sus ideas;
y presintió de algún modo que todavía no había dicho su última
palabra. Buscado por todas partes, Basiliso descansaba bajo el cerezo
de su huerto.
El
mismo día en que la prensa del Régimen le imputó sus primeras
cinco muertes, “en un encuentro con la Benemérita –decía
la nota- cerca de su guarida en la Sierra de Santerón”,
El Manco fue visto por mi anciano confidente justamente debajo de
aquel cerezo, a más de tres jornadas del lugar de los hechos... “No
le pude decir nada porque no estaba solo y además él no quería
comprometer a la gente del pueblo, que ya había padecido bastante
solo por conocerlo y haber hablado con él cuando lo de la
Colectividad. Yo no supe que pensar ese día... Llevaba mis ovejas por
detrás de su casa, como otras veces. Oí ruidos y me empiné sobre
la tapia de su patio; y allí lo vi, tomando el sol, desnudo, en
cueros, como vino al mundo, junto al otro hombre, que no era de La
Pesquera”.
Pero
la policía del Nuevo Estado no tardó en columbrar la engañifa.
Encerró a medio pueblo. Arrestó asimismo, por unas horas, al cura y
al cacique. Trasladó o hizo desaparecer al cabo reo de negligencia y
traición. La inocencia maltratada apenas sí arrojó un vislumbre de
la verdad. Fueron el amo del pueblo y su abogado ante Dios quienes
descubrieron el asunto.
Para
entonces, Basiliso ya había sido alertado por un sobrino del anciano
que, entre pausa y pausa, también entre lágrima y lágrima, me
desgrana con toda meticulosidad esta historia. Medio ciego, no creo
que perciba la tibia fascinación que se enciende en mis ojos; pero
me habla sin desconfianza, con el aplomo de quien ya se sabe casi
fuera de este mundo, justamente en la plaza del pueblo, ante la casa
del médico que le hizo un culo al burro y en cuya cambra nuestro
hombre montó su taberna. “Mi sobrino aún le llevó en carro a la
estación de Utiel, medio oculto, como había hecho con otros no tan
marcados. Allí Basiliso tomó un tren, y nunca más se le vio por
aquí. De vuelta, mi sobrino fue detenido por la Guardia.
Murió en la cárcel... A mí no me hicieron nada porque, aparte
de lo del bar, no me encontraron ninguna relación con El Manco”.
A
partir de ahí, mi informante enmudece. De las andanzas de El Manco
entre los guerrilleros se han ocupado los libros de historia y la
publicística del Franquismo. La literatura amarilla lo convirtió en
un asesino desalmado, y la ciencia de la historia en un maquis
prototípico. De hacer caso a esta última, Basiliso se habría
erigido en un luchador contra la Dictadura –un insumiso
que de algún modo debería creer en las posibilidades de triunfo de
su insurgencia, o en su utilidad al menos, y que prolongaría así su
largo batallar en favor de los ideales libertarios... Esa es la
versión de los historiadores, que anegan a El Manco en un légamo de
siglas y estrategias, directrices que vienen de fuera y se siguen o
no se siguen, agrupaciones guerrilleras, secesiones, disputas
doctrinales, etc.,...
Pero nadie que esté en su sano juicio se
tomará muy en serio lo que esas gentes consumidas escriben para
disimular su propio vacío y justificar sus emolumentos.
Por otro lado,
aún cuando hablan de Basiliso con sus medias palabras un tanto
halagadoras, aún cuando se diría que su adormecedor charloteo
transfunde una simpatía tímida y acobardada hacia el campesino, aún
entonces, como saben desde siempre los más audaces y los más
leídos, trabajan en secreto para los enemigos de su antiguo, bello,
noble, olvidado Sueño –para el cura, el cabo y el terrateniente.
Me
sugiere mi anciano, casi como despedida, que tal vez Basiliso se hizo
maquis para salvar la piel, que era demasiado inteligente para no
darse cuenta de que todo estaba perdido; y que si luchó y mató,
mató y luchó a la desesperada, más como una alimaña acorralada
que como un héroe o un fanático; que quizá se echó al monte por
no poder estar en otra parte ni con otra gente, y que una vez allí
haría lo que todos aunque sólo fuera para dedicarse a alguna
empresa –la única a su alcance– en lo que todavía le quedaba de
vida condenada.
Antes
que yo, otro recolector de historias de los maquis se detuvo en La
Pesquera. Y recogió este testimonio:
«En La
Pesquera todo el mundo me habló bien del Manco. Y cuando les
dije que se habían escrito libros en los que se le acusa de ser
responsable de treinta y tantas muertes, sus paisanos se alzaron de
hombros. A un campesino, con el que estuve paseando largo rato por
las afueras del pueblo, se les escaparon estas palabras: “Si es
verdad eso, aún mató a pocos. Ustedes, los de la ciudad, no saben
la de perrerías que nos hicieron pasar algunos ricachos después de
la guerra. Son los amos hasta del aire que respiramos. Y eso, no se
le olvide, dura desde el año 1939"»
Si
el más temido de los maquis hizo lo que se le supone, quizá aún
hizo poco. Aún hizo poco. Y ya no quedan médicos que abran un culo
entre los cuartos posteriores de los burros deformes, ya no quedan
hombres capaces de amar por encima del odio y de odiar de verdad
aquello que merece ser odiado. Sólo
quedamos nosotros, ni siquiera un rescoldo del coraje.
Parágrafos
iniciales:
1)
La
sombra del frío
Mi
desconfianza mira a su desconfianza y se ruboriza. La suya, más
vieja y más acre y más fuerte, ataja mi recelo y, tal el tiempo
contra la inocencia, lo extingue...
Un
delicado misterio antiguo, aristocrático como un beso en la mano o
una reverencia entre el jambaje de la puerta, emana de sus cabellos
en orden, encanecidos y abundantes; de la expresión de dureza y
cansancio que titila en sus pequeños ojos de pájaro, agazapados
tras los gruesos cristales de unas lentes que lo alejan del mundo y
lo defienden también de los ojos del mundo; de la grietecilla de su
boca y de sus labios finísimos de piedra, que no parecen hechos para
acariciar palabras sino para aplastarlas; y, en general, del
desabrimiento grave, adusto, hastiado del existir y de los hombres,
que relampaguea en su rostro de acíbar las pocas veces en que
sonríe, con una sonrisa cargada de seriedad y de tristeza.
La
pesadumbre de este hombre, su melancolía implacable, nada dulce, su
hartura de vivir y de hablar, procede de las relaciones que en la
turbulencia de su pasado mantuvo con la Duda y la
Ambigüedad... Trató, durante demasiado tiempo, de evidenciar a los
demás quién era y quién no era, dónde hallaba su Cielo y dónde
su Infierno. Y procuró convencerlos, alternativamente, de
identidades tan opuestas como la noche y el día, el placer y el
dolor, la amistad y el odio, porque en ello le iba la vida -o así lo
creía.
Late,
sin duda, el corazón sosegado del día en el pecho tumultuoso de la
noche, dormita el dolor en la vigilia del placer y aún crece una
brizna de amistad en el erial inhóspito del odio... Pero él, movido
por su lealtad a la Causa o por el aguijón inconfesable
del miedo, nada quiso saber de esa inquietante presencia del mal en
el bien, de la paz en la guerra, y, exacerbando los antagonismos como
un amante desquiciado del absoluto y de la pureza, dijo ser, a unos,
Día y Placer y Amistad, y, a otros, a los enemigos de toda luz,
corruptores de la esperanza, Noche y Dolor y Odio. Salvó
así la piel, ocultándose de sí mismo entre los suyos, y de los
suyos entre las filas del adversario, disfrazándose un día de lo
que ya no era y al día siguiente de lo que quería ser, siéndose al
fingir y fingiéndose al ser, pero perdió en el trance la frescura y
la franqueza. Quedó para siempre en él un algo de flor, pero de
flor cortada; y un algo de cuchillo, aunque de cuchillo romo. Quedó
algo en él de sombra y de pozo, de frío y de muerte. Quedó él,
como la flor de un cuchillo, la sombra del frío, el pozo de la
muerte.
La
reserva que despertaba en unos y en otros, de la que era
terriblemente consciente, la sospecha que se cernió sobre su lucha y
sus ideales como la tempestad sobre un mar calmo, acabó agriándole
la risa y nublándole la mirada. Ahora se presenta ante mí sin razón
para el embozo, sin motivo ya para la máscara, pero con las muescas
que aquella prolongada ambigüedad le había dejado en el rostro -y
hasta en el pensamiento. Se presenta ante mí como lo que dice que
fue: un enlace de los maquis...
Por
los informes que había recabado a propósito de su desconcertante
trayectoria (blasonada por su libertad incomprensible bajo el
Franquismo, hurtando del modo más oscuro su cuerpo a la voracidad de
la tortura), mi desconfianza de los prolegómenos resulta
justificada. Pero me basta con percibir su mirar maltrecho, buscando
desafiante, desde una lejanía de polvo en la sangre y óxido en el
corazón, el fondo zozobroso de mis ojos; me basta con escuchar su
voz de cal muerta, ayer ardiente, rezumante de soles y de eras, de
verdades palmarias como el sol y amigas como las eras, para sentir
que ese recelo inicial se ruboriza y extingue.
La
firmeza, un tanto encallecida y ya casi ritual, de su voz enjalbegada
refleja una regularidad interior de pensamiento que caracteriza al
verdadero hombre de acción. La solidez de su gramática,
repiqueteante y cadenciosa, delata una ideología de ángulos bien
perfilados, que incluso cuando se corrige y moldea conserva la
geometría de sus formas. Aquel hombre había “encarnado” una
doctrina, como hoy se dice y ya no ocurre. Había asumido el riesgo
de convertirla casi en su segunda piel. Y esa ideología fundida con
el cuerpo, que no lo arrastró a la prisión, lo hundió en cambio en
el estero de la maledicencia y la injuria. Como pensamiento
“trágico”, el anarquismo de la época se distinguía por
maltratar de ese modo a sus adeptos: o los empujaba a la muerte
heroica e inútil, al encierro en cárceles de espanto e ignominia, o
los erigía en prendas de la más corroyente difamación. Félix,
enlace de los maquis, secretario comarcal de las Juventudes
Libertarias, simpatizante de todas las revoluciones obreras del
mundo, pagó cara, aún está pagando, la contingencia de no haber
merecido la saña del fascismo. Vio cómo las arenas movedizas de la
suspicacia popular amenazaban con sepultar cual vulgar troncón la
efigie aguerrida que había pretendido hacer de sí mismo. Cayó el
entredicho sobre el pequeño tesoro íntimo que siempre había
procurado resguardar de esa especie de expolio que se denomina
“calumnia”: la resuelta determinación de su inconcuso compromiso
político.
Sentado
ante él, con sus ojos hincados en los míos y sus palabras rebanando
el silencio, aún noto cómo se desvanece el halo de oprobioso
misterio que hasta ahora lo envolvía cual niebla barranquera en
torno a un olivo olvidado -un olivo verde plata hecho de llanto y de
gritos. Y no acierto a columbrar qué pensara de mí, qué imagen se
estará forjando de su desconocido interlocutor. Poco debo
importarle... Me verá como un enigma sin mayor interés, sólo uno
más. “Un extraño que, por algún motivo, a mí qué más me da,
me habla y me pregunta”. Un día antes de este, tan ansiado,
encuentro borrajeé, sombrío y maquinal, mi Diario. “Si
le saco a mi dolor una página, ya me duele menos”,
debí pensar.
25
de Febrero de 1993
Miércoles.
La semana, herida de muerte; yo, peor... Los próximos sábado y
domingo no confortan -les sigue un lunes, y un martes, y un... Las
vacaciones de Semana Santa están aún lejos. Tampoco ayudan: después
de ellas, todo sigue. El verano augura un nuevo curso. Presidiarios
con licencia. Sólo pasan los años. Los cabellos, más blancos. Los
ojos, más hundidos. Las ilusiones, que también envejecen, parecen
aún más hartas de mí que yo de este gran cansancio. No me siento
triste. La tristeza se me antoja todavía un sentimiento dichoso. No
me asiste el privilegio de poder estar triste. La tristeza empieza y
acaba, se distingue del estado de ánimo que la antecede y del que la
sustituye. Yo vivo en un sentimiento que parece eterno, que no sé
cuando empezó y que no quiere tener fin. Más triste que la
tristeza, sin color ni sabor, ni negro ni amargo, hondo sí, áspero,
recuerda el filo de una navaja resbalando sobre las venas del cuello.
Pero no corta. Ni se va. Resbala, resbala.
Cada
día me parece un secuestro, una ofensa. Cada día de trabajo, de
no-libertad, de horario y de obligaciones, lo sufro como un ultraje.
Mi dignidad disminuye, día a día. Yo disminuyo. De mi orgullo
antiguo no queda ni la sombra, ni el humo; tampoco me es grato su
recuerdo. Ya no quiero alimentar esperanzas. Me aflige la posibilidad
misma de la esperanza. No estoy desesperado; caí de la
desesperación, me hundí bajo su suelo. Sólo hallo un alivio en el
relato de mi hundimiento -no mi caída, que ya es vieja, sino mi
hundimiento más abajo del fondo de toda caída.
Me
niego a pensar. Los pensamientos me asquean. Se parecen demasiado los
unos a los otros. Siempre están celebrando alguna muerte. Y me
espanta el aire de familia que sorprendo en sus rostros de barro y
tedio. Aborrezco al sol cegador, al sol ciego, y solo y mudo y vano.
Las noches dejaron de antojárseme bellas: cierran un día de
servidumbre y anuncian la servidumbre del día
siguiente. Si la noche fuera eterna, me daría igual.
Me
han robado los deseos; y ya no deseo ni siquiera recuperarlos.
Tampoco me abandono: no me esfuerzo en abandonarme, no me empeño en
dejarme llevar. Más que perderme, me entrego a un gran cansancio
-cansancio hasta del mismo reposo, el más desnudo de los cansancios.
Si
es un dolor lo que me acosa, ese dolor se ceba en la cabeza. Del
corazón yo no sé nada. Creo que huyó, o que nunca me avisó de su
existencia. A lo mejor todavía habita en mi pecho; pero es como si
jamás hubiera latido.
Hay
muros contra los que necesito estrellarme una y otra vez... Quiero
tropezar siempre, partirme en la piedra las sienes. Si me despejan la
vía, no sé para qué andar, no sé hacia dónde. Yo voy, quiero ir,
siempre hacia el muro. Pero ahora, sumiéndome en una postración
huérfana de razones, lo han abatido. No me he extraviado. Nadie
puede desencaminarme. Desbrujaron de una vez todos los muros, que aún
es más cruel. Y ya no puedo romperme el cráneo, no puedo tropezar;
sólo hundirme, hundirme y ni siquiera caer. Hundirme. Un gran
cansancio. Harto de estar harto, agotado, derrotado, amarrado,
humillado, azotado, callado. Lúgubre hastío de desear. Gran
cansancio.
La
compañía me mata. La soledad me entierra
vivo. Donde hay tres, ahí está mi fosa.
Donde hay dos, mi juez y mi verdugo. Donde uno, mi víctima. Y cuando
estoy solo, algo peor que morir. Aún peor que sufrir. Casi no
estar.
2)
La verdad prostituta
Extinto
mi recelo, Félix inicia su relato con un tono de confidencia añeja,
de denuncia rancia e intempestiva. Herido por la duda acerca de su
integridad con que le castigaron los suyos, empieza vengándose del
pensamiento que los encandilaba. “Nosotros nos creíamos que íbamos
a arreglar el mundo. Que para eso bastaba con que cada uno hiciera lo
que su consciencia le dictaba. Pero de ese modo, sin organización,
no se pudo ni ganar la guerra”. Como reculando ante un enemigo
antiguo e invencible (el enigma de su ambigüedad), se apresura a
detallarme su filiación revolucionaria. “Yo siempre actué por un
convencimiento, por una idea, por una simpatía... Nunca nadie me
obligó a nada. Siempre fui demasiado voluntario para esas cosas...
Tuve un hermano socialista y otro comunista. Yo era afín a ellos.
Pero tenía otras lecturas: La Revista Blanca, Tiempos Nuevos,
números atrasados de Tierra yLibertad,...
que traían al pueblo personas de Valencia. Y recuerdo que, aunque no
entendía mucho, y, por ejemplo, confundía ‘antipolítico’ con
‘apolítico’ y ‘antirreligioso’ con ‘irreligioso’, yo ya
me decía, siendo muy joven, partidario del Comunismo Libertario.
También me influyó bastante, para esa toma de postura, una clase
que nos dio el maestro de la Escuela Popular de Adultos,
pues yo sólo podía instruirme por las noches -y siempre tuve ese
anhelo de aprender. Aquel hombre nos habló de unas aves que vivían
en las costas de Chile, y que se organizaban de esa forma, y allí no
había autoridad, y era como una comunidad, en la que todo era de
todos... Aquellas palabras se me quedaron grabadas para siempre...
Cuando la guerra, yo ya era Secretario Comarcal de las Juventudes
Libertarias. Se puso entonces en marcha la Colectividad de
Ademuz, que fue un ejemplo. Y de la que se habla en algunos libros de
historia como eso que fue, como un ejemplo.”
El
naufragio inducido de la República constituyó para Félix
la aurora de su desgracia. Disipadas las brumas del alborear, nada
pudo esconderse a la luz cruda de la mañana fascista. El
país se pobló de carniceros como de perros y buitres un cadáver a
la intemperie.
Lo infernante de la represión no halla palabras en que reconocerse;
y, sin embargo, a él no se le detuvo. “Las represalias fueron
terribles. Mataron a mucha gente. Yo he visto matar a hombres sin
ningún motivo. Se llevaron a muchos sin que se sepa la razón, y ya
no aparecieron.” Y él, un hombre marcado, miembro de la cúpula
local cenetista, conocido por todos, impulsor de la
colectivización..., continuaba a salvo en el pueblo, en su casa
inviolable, paseando por las calles que el miedo vaciaba, sin
explicarse por qué le era perdonada su militancia y sin poder
explicar a nadie aquel bochornoso trato de favor. Transcurrieron los
años y se quedó casi solo. Sus camaradas libertarios conocieron,
uno tras otro, como en un pase de lista, la prisión, el exilio o la
muerte... En torno a él, aún gozaban de una extraña amarga
libertad los cuatro últimos “afines” de Ademuz: Juan, Silverio,
Vidal y Ricardo.
(El
husmo. Los filos reseguidos del dolor,
Las Siete Entidades, Sevilla, 2003, 141 pp. Este libro puede
adquirirse en las librerías, o contactando con la editorial:
Asociación cultural Las
Siete Entidades).