Para
la contraportada de este libro, publicado por Iralka
Editorial en
mayo de 2003, se ha seleccionado un pasaje que recoge con toda
elocuencia una de las ideas-rectoras del ensayo: “Sólo
la desesperación nos libera de la mentira interior; sólo ella nos
devuelve a la realidad árida, desnuda, casi cadáver, de una
condición humana ajena al menor brillo y a la más nimia
trascendencia. Instrumento de la liquidación sumaria de toda
Quimera, podríamos definir la desesperación como un abrir los ojos
sin cobardía ante el fantasma de lo que creemos que somos; un
reconocimiento frío y sosegado de nuestra pequeñez de mugre, de
nuestra insignificancia de ruido tenue en medio de una noche
cualquiera, de nuestra impotencia de hojarasca mecida por los vientos
más comunes.”
Fragmento
de Desesperar
5.
El
Hombre De La Gallina Muerta En La Entrepierna
Hay
aquí un hombre con una gallina muerta en la bragadura que rompió
con todos los modos concebibles de existencia al amarrarse
voluntariamente a un solo quehacer. Encadenándolo de por vida a una
sola tarea, fue su libertad la que le llevó a no esperar nada de las
demás ocupaciones. Un hombre que rompió con todas las mujeres al no
perseguir la carne de ninguna. Puesto que tenía un mulo, y no quería
llegar muy lejos, dio la espalda a las satisfacciones viajeras del
progreso, clavándose en esta tierra como la raíz de un espino.
Aferrándose cada mañana a su silla de montar, para ir donde siempre
como si fuera la primera vez y hacer lo de todos los días con el
temple explorador de un aventurero, diríase que este hombre habita
alguna oscura región de un tiempo que, sin ser presente, tiene aún
menos de pasado que de inviable futuro.
¡Claro
que está desesperado! Desesperado como el desierto, como el sol,
como sus ovejas y mis cabras; pero de un modo distinto al de la
mayoría de los profesores que conocí mientras ejercí de charlatán
a sueldo, sobornado y perpetuo. Desesperado
como los que se hartaron de luchar, y como quien ya sólo lucha por
instinto; desesperado como la lucha contemporánea, como los
condenados a muerte y un buen número de condenados a vivir... Dejó
de esperar, desesperó.
6.
No
Servir Ni Para Perder El Tiempo
Cuando
concebí este trabajo, se me representó como una cala respetuosa en
un mundo reo de la marginalidad, objeto del más olvidadizo
desconocimiento. Sin idealizaciones. Sin prejuicios. A salvo de la
exaltación romántica en igual medida que del despreciativo
despotismo urbano. Mostrar lo que estas tierras y estas gentes
conservan de dulzura y de veneno, todo lo que atesoran de magia y
bondad lo mismo que de ramplonería y malevolencia, su equipaje de
encanto y de terror. Pero, por algún motivo, quizás debido a la
flaqueza de mi imaginación y a mi escasa capacidad observadora, las
palabras terminaron apuntando hacia otro sitio. Al final, mi
consustancial desesperación me salva siempre de esos proyectos tan
racionales, tan analíticos. Y vuelvo a entregarme a un hablar de mí
mismo que no debe interesar a casi nadie. De hecho, a mí no me
interesa. No espero nada de esta obra. No es lícito anhelar algo de
ella. Ni siquiera sirve para perder el tiempo.
7.
Un
Cuarto Cerrado
Cuando
el hombre de la gallina muerta en la entrepierna golpeó al Guardia
Civil que le pedía de mala manera el carné de identidad, no
esperaba, muy seguramente, ir a la cárcel. Cuando ingresó en
presidio, desesperó al instante de salir de allí. Ahora que está
fuera, ha comprendido que todos vivimos en una prisión, más grande
o más pequeña. Y
dice que más vale no esperar nada de la vida, ya que es un cuarto
cerrado.
8.
Pocilga
Literaria
No
espero nada de la literatura -a ella tampoco le cabe esperar mucho de
mí. Me considero inmune a toda esa engañifa de “la buena
escritura”. La figura, clásica o moderna, del escritor de talento
me parece odiosa (y, a la vez, cómica, con un deje de patetismo que
forma casi parte de su gracia de bufón). Detesto el gran mundo
corrompido de los autores de renombre casi tanto como el mundillo
lastimero de los escritores en busca de prestigio. Me repele la idea
de que pueda existir una crítica literaria que no mueva a risa y un
mercado de la obra de arte que no atufe a pocilga.
Sin
embargo, no escribo.
9.
Enrollaba
Los Billetes Meticulosamente Y Los Introducía En Botes De Conserva
Que Luego Esparcía Por La Cambra, Donde La Humedad, El
Polvo Y Las Alimañas Se Encargaban De Echarlos A Perder
He
gastado veinte años en alimentar sin descanso un concepto “épico”
de lo que mi vida estaba siendo y debía ser. La épica se halla
indisociablemente unida a la esperanza: “la grandeza no es algo
fortuito, debe ser deseada”, escribió un criminal. Como la
desesperación se identifica con la ausencia de deseo (dejar de
esperar es dejar de querer), situaba yo entonces mi vida en la
antípoda exacta del punto en el que ahora me encuentro. Esperaba ser
Hombre, Sujeto, mi propia Obra, Gesto intencionado, mentor de la
Epopeya. Esperaba modelar mi vida como el escultor la roca,
hacerme y deshacerme bajo la mirada despejada de mi libertad;
esperaba llegar a alguna parte, conducirme insomne aunque también
caprichoso; esperaba inventar una existencia propia, más mía que yo
mismo, atrozmente diferente. Hallábame henchido de esperanza,
rezumante de futuro, tocado de heroicidad. Y un día tropecé con el
hombre de la gallina muerta en la bragadura...
Orgulloso,
parecía brotar de la tierra misma, con el vigor y la majestad de una
sabina. El sí que se me antojó, muy exactamente, “una fuerza de
la naturaleza”. Fallaba menos que el sol, que las flores, que el
invierno. Y no salía jamás de su única, e inconmovible, ley de
comportamiento: desde el alba hasta el anochecer guardar su hatajo de
ovejas. Eso, y nada más. Eso, y para nada. Conducir ganado porque,
habiendo nacido aquí, “era lo que esta tierra pedía”.
Millonario, no trabajaba por dinero. Austerísimo, no cambiaba dinero
por propiedad: enrollaba los billetes meticulosamente y los
introducía en botes de conserva que luego esparcía por la cambra,
donde la humedad, el polvo y las alimañas se encargaban de echarlos
a perder. Señalado como el más rico de la aldea, su ya célebre
habitáculo era no obstante el más humilde -con suelo de tierra,
minúsculas ventanas sin cristales, chimenea antigua por toda cocina
y cuadra a modo de cuarto de baño... Concebíalo exclusivamente como
un lugar donde pasar la noche y resguardarse de los fríos. Más que
en una casa -se comentaba maliciosamente-, vivía en un corral, al
lado de los mulos y de los perros. Instaló en aquel refugio
precario, como en un guiño de ojos al mundo moderno, un teléfono
que no sabía usar y una lavadora que estropeó el día de su
estreno. Nada más. Mantenía mil ovejas, lo que desde un punto de
vista zootécnico resulta rigurosamente “imposible” para un
hombre solo. Y, dejando aparte el enigma del pajarraco muerto, jamás
había estado enfermo. No se descubría en su rostro la menor huella
de desdicha, tedio o ansiedad. Plácido, tibiamente sonriente y acaso
un tanto vigilante, sugería la imagen de un hombre a salvo de la
amargura.
["Desesperar" está en proceso de reedición por el colectivo de La Revuelta, de Zaragoza. Para obtener un ejemplar, póngase en contacto con la editorial o con el autor]
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